Crisis Política en Bolivia: El Legado de Evo Morales

Por Henry Pacheco: La derecha logró aprovechar las debilidades del gobierno y del partido de Morales para derrocarlo. Jeanine Áñez fue presidenta interina de Bolivia desde el 12 de noviembre de 2019 hasta el 8 de noviembre de 2020. En resumen, Jeanine Áñez se convirtió en presidenta interina de Bolivia debido a la crisis política y al vacío de poder que siguió a la renuncia de Evo Morales, invocando la línea de sucesión constitucional.

La historia se repite. Jeanine Áñez asumió la presidencia de Bolivia en un período de gran inestabilidad política tras la renuncia de Evo Morales en 2019. Su ascenso al poder se produjo en un contexto complejo y controvertido:

Vacío de poder:

Tras las elecciones de octubre de 2019, se produjeron protestas generalizadas por acusaciones de fraude electoral.

Evo Morales renunció a la presidencia, y varios otros funcionarios en la línea de sucesión también dimitieron, lo que generó un vacío de poder.

Sucesión constitucional:

Como segunda vicepresidenta del Senado, Áñez argumentó que, según la Constitución boliviana, le correspondía asumir la presidencia interina.

Ella asumió la presidencia, con el objetivo de llenar el vacío de poder, y llamar a nuevas elecciones.

Controversia:

La legalidad de su ascenso fue objeto de debate. Sus oponentes políticos, en particular el partido de Evo Morales, el Movimiento al Socialismo (MAS), lo consideraron un golpe de Estado.

La corte constitucional de Bolivia, avalo su toma de poder.

Elecciones posteriores:

Jeanine Añez, dentro de su mandato, llamo a nuevas elecciones, en las que Luis Arce, del partido MAS, ganó la presidencia.

En resumen, Jeanine Áñez se convirtió en presidenta interina de Bolivia debido a la crisis política y al vacío de poder que siguió a la renuncia de Evo Morales, invocando la línea de sucesión constitucional.Un mes después de unas disputadas elecciones generales que resultaron en el derrocamiento del presidente Evo Morales y protestas que dejaron decenas de muertos, Bolivia finalmente está mostrando algunas pequeñas señales de recuperación.

El domingo, la autoproclamada presidenta interina del país, Jeanine Áñez, aprobó una legislación que anula las disputadas elecciones del 20 de octubre, limita a los presidentes a dos mandatos, impide a Evo Morales postularse nuevamente y nombra una nueva junta que fijará una fecha para una nueva elección general.

La medida, que surgió tras las negociaciones entre los representantes del gobierno provisional y el partido Movimiento al Socialismo (MAS) de Morales, busca calmar la violencia callejera y devolver la normalidad a un país que lucha por superar las profundas divisiones entre los partidarios del presidente destituido y los opositores que buscan superar sus casi 14 años de gobierno. Áñez expresó su esperanza de que la legislación ayude a generar un consenso nacional.

El camino hasta este punto ha sido accidentado. Cuando Áñez y sus partidarios de derecha tomaron el poder, no parecían interesados ​​en ningún tipo de acuerdo e intentaron someter a sus rivales del MAS mediante amenazas. Morales se vio obligado a dimitir después de que los militares se lo sugirieran, mientras que los líderes restantes del MAS también fueron intimidados para que dimitieran.

La campaña de presión contra los dirigentes del MAS incluyó la quema de sus casas y la intimidación de sus familiares. El nuevo gobierno también amenazó a los periodistas que cubrían la crisis política del país, afirmando que no toleraría a los medios «sediciosos», aunque posteriormente cedió ante la presión internacional. Además, Áñez dio carta blanca a los militares para reprimir las protestas a favor de Morales, lo que resultó en la muerte de al menos 23 personas y 715 heridos.

Si bien Añez y sus partidarios locales e internacionales son sin duda los principales culpables del caos y el derramamiento de sangre que azotó a Bolivia en las últimas semanas, Morales y su partido MAS no son inocentes del deterioro de la democracia boliviana que condujo a estos trágicos acontecimientos.

Hace unos 15 años, cuando otro gobierno interino tomó el control de Bolivia tras la renuncia del presidente Carlos Mesa en medio de protestas masivas, las cosas parecían significativamente diferentes.

Carlos Mesa fue presidente constitucional de Bolivia desde el 17 de octubre de 2003 hasta el 9 de junio de 2005. Su presidencia se desarrolló en un período de alta tensión política y social en Bolivia. Aquí hay algunos puntos clave:

Ascenso a la Presidencia:  Carlos Mesa era el vicepresidente de Gonzalo Sánchez de Lozada. Tras la renuncia de Sánchez de Lozada en octubre de 2003, en medio de la llamada «Guerra del Gas», Mesa asumió la presidencia. Su mandato: Su gobierno estuvo marcado por la agitación social y las demandas de nacionalización de los hidrocarburos.

Realizó un referéndum sobre la política de hidrocarburos. Su mandato termino por su renuncia, a causa de la fuerte presión social que existía en Bolivia en ese momento, Carlos Mesa llegó a la presidencia en un momento de crisis y su mandato se caracterizó por los desafíos relacionados con los recursos naturales y la inestabilidad social.

El presidente de la Corte Suprema, Eduardo Rodrigues Veltze, asumió la presidencia interina en junio de 2005, pero a diferencia de Áñez, dejó muy claro desde el principio que su única agenda era supervisar la elección de un nuevo presidente. Entregó la presidencia en enero de 2006 tras la victoria electoral de Evo Morales, posponiendo cualquier decisión política posible al nuevo gobierno.

En 2009, después de un primer mandato exitoso que vio prosperar económicamente a uno de los países más pobres de América Latina, Morales ganó otra elección por un margen rotundo.

Aunque la Constitución de 2009 introdujo un límite de dos mandatos presidenciales, Morales se postuló para un tercer mandato en 2014, argumentando que el mandato previo a la introducción del límite no contaba. Si bien su decisión de presentarse generó controversia y llevó a algunos en la comunidad internacional a cuestionar su compromiso con el Estado de derecho, una vez más obtuvo una victoria fácil gracias a sus importantes logros como presidente.  

Pero en febrero de 2016, cuando se celebró un referéndum para decidir si Morales debía presentarse a un nuevo mandato, la suerte del carismático y popular presidente se desmoronó. En un país con una larga y dolorosa historia de dictaduras, saltaron las alarmas. A pesar de que el apoyo tanto al presidente como al partido gobernante seguía siendo alto, la propuesta de Morales de eliminar los límites de mandato fue rechazada por una mayoría del 51,3%.

Si Morales hubiera aceptado la derrota y elegido un sucesor entonces, Bolivia se encontraría hoy en una situación muy distinta. Sin embargo, se negó a aceptar el mensaje de la opinión pública boliviana. Un año y medio después, en una proeza de maniobras legales, el Tribunal Constitucional dictaminó que no permitir que Morales se postulara nuevamente violaría sus derechos humanos. Como resultado, se anularon rápidamente todos los límites de mandato y Morales fue declarado nuevamente candidato presidencial por el MAS.

El aparente desprecio de Morales y su partido por la Constitución sin duda influyó en la creación de las circunstancias que propiciaron la confiscación ilegal de la presidencia de Bolivia por parte de la derecha. Pero en el centro del dilema actual de Bolivia se encuentra un problema mucho mayor que cualquier presidente o partido político: una infraestructura política débil.

En un sistema presidencial, la división de poderes es esencial para establecer los controles y contrapesos necesarios, en particular en el poder ejecutivo. En países como Bolivia, la dependencia de una economía extractiva deja a los gobiernos particularmente vulnerables a la interferencia externa.

Bolivia nunca ha contado con un poder judicial independiente, ni siquiera funcional, que pudiera controlar al presidente. Y dado que la legislatura estaba controlada por el propio partido de Morales, la supervisión institucional de las acciones del presidente era limitada.

El control del ejecutivo sobre el legislativo no es una falla exclusiva del gobierno de Morales. Bolivia nunca ha tenido partidos políticos fuertes que pudieran controlar a sus líderes. De hecho, los partidos políticos en Bolivia suelen construirse en torno a personalidades específicas y fluctúan con su ascenso y caída del poder.

Una transferencia de liderazgo dentro de un partido político importante ocurrió una vez en la historia moderna de Bolivia y fue en 1956, cuando el fundador del Movimiento Nacionalista Revolucionario, Víctor Paz Estenssoro, le pasó el testigo a Hernán Siles Zuazo.

Si bien esta historia no excusa la insistencia de Morales en aferrarse al poder, ayuda a explicar cómo un partido como el MAS, que comenzó como el brazo político de un movimiento campesino, gradualmente se convirtió en una extensión de su poderoso líder. 

Aunque los acontecimientos del último mes han transformado drásticamente el panorama político de Bolivia, no cabe duda de que el MAS sigue siendo la mayor fuerza política del país. Con o sin fraude, obtuvo muchos más votos que su rival más cercano.

El futuro del país depende ahora de que el MAS recuerde las razones de su fundación hace más de 24 años y se reconstituya como un partido que luche por los intereses de la mayoría de los bolivianos y no por el futuro político de un solo líder carismático.

Para asegurar que las fuerzas de derecha locales e internacionales que trabajaron para derrocar al únos de los pocos gobierno de izquierda que queda en Latinoamérica no triunfen a largo plazo, el MAS debe reconocer que ha juzgado mal la creciente insatisfacción ciudadana con lo que cada vez parecía más un gobierno unipersonal. Debe reconocer que, al apoyar los intentos de Morales de aferrarse al poder más allá de los límites constitucionales, allanó el camino para que el proceso electoral boliviano fuera saboteado por una toma de poder orquestada por la derecha.

la izquierda dividida y el futuro en juego

Las próximas elecciones en Bolivia se celebrarán en un contexto de profunda crisis política, económica y social. El país enfrenta una de las coyunturas más complejas desde el inicio del proceso de cambio, y lo hace con un escenario de fragmentación que amenaza con debilitar los avances conquistados por los movimientos populares e indígenas en las últimas décadas.

Uno de los principales factores de preocupación es la dispersión del voto progresista, provocada por la fractura del bloque popular de izquierda. Esta división no solo pone en riesgo la continuidad del proceso de cambio, sino que debilita la capacidad del campo popular de articular una respuesta unificada ante el avance de las fuerzas conservadoras. Lamentablemente, el debate dentro de este bloque se ha centrado más en disputas por el liderazgo que en la construcción colectiva de un programa transformador y coherente con las aspiraciones del pueblo boliviano.

El presidente Luis Arce ha cometido un grave error estratégico: creer que arrebatándole la sigla del MAS-IPSP a Evo Morales lograría mantener la hegemonía de la izquierda. El resultado ha sido quedarse con una cáscara vacía, sostenida principalmente por una burocracia estatal que lo sigue más por preservar sus cargos que por convicción política. Su candidato, Eduardo del Castillo, no representa ni simbólicamente ni en la práctica una alternativa de izquierda, ni responde a los anhelos históricos del pueblo que luchó por un cambio estructural en Bolivia.

El daño que ha provocado Arce no es menor. A su pobre desempeño como presidente se suma el profundo quiebre que ha propiciado en el movimiento popular. En lugar de fortalecer la unidad, ha contribuido activamente a su descomposición.

Por otro lado, Andrónico Rodríguez emergía como una figura con proyección, respaldado por Evo Morales y por sectores del movimiento social. No obstante, su apresurada candidatura ha terminado por ahondar aún más la fractura del bloque. Su postulación solo podría ser vista como una salida viable si contara con el aval de las organizaciones sociales agrupadas en el Pacto de Unidad y si fuera parte de una estrategia de unidad popular. Para ello, resulta indispensable un reencuentro con Evo Morales.

Mal que les pese a muchos, Morales sigue siendo el principal referente del campo popular y de la izquierda boliviana. Su capacidad de movilización, como demostró en su última convocatoria, es inigualable. A pesar del constante ataque del gobierno y de la oposición, del daño sistemático a su imagen pública, de haber sido proscrito e inhabilitado, Evo mantiene un vínculo profundo con los sectores populares que ven en él una representación auténtica de sus intereses y luchas. Negarle el derecho a participar como candidato, como intentan hacer sus adversarios de todo el espectro ideológico, no es un ataque solo contra él, sino contra millones de bolivianos y bolivianas que se identifican con su liderazgo. Un proceso electoral del cual sea excluido será, inevitablemente, débil y carente de legitimidad. Si se pretende que no vuelva a la presidencia, que se le derrote en las urnas, no desde la proscripción.

En este panorama sombrío, marcado además por candidaturas intrascendentes como la de la alcaldesa de El Alto, Eva Copa, que resta más de lo que suma, la derecha se muestra incapaz de articular una propuesta seria, innovadora o unitaria. Lo único positivo, si algo se puede rescatar, es precisamente esta incapacidad. Vuelven los mismos nombres del pasado que Bolivia ya derrotó: Samuel Doria Medina, privatizador empedernido y símbolo del oportunismo político; Tuto Quiroga, hijo de la oligarquía y representante del neoliberalismo más salvaje; Manfred Reyes Villa, con un pasado de vínculos oscuros con regímenes autoritarios y una gestión municipal en Cochabamba cuando menos cuestionable; Rodrigo Paz, cuyo único mérito es llevar el apellido de su padre, uno de los políticos más decepcionantes y corruptos del periodo democrático; y finalmente, Jaime Dunn, un imitador de Milei cuya retórica libertaria debería espantar a cualquiera que observe el desastre que el original está provocando en Argentina.

Ante todo esto, lo urgente y necesario es que la izquierda, los movimientos sociales, indígenas y populares retomen el camino de la unidad. No se trata simplemente de volver al pasado, sino de construir un nuevo programa político que supere los límites del proceso de cambio tal como se formuló hace dos décadas. Un programa de ruptura con el capitalismo dependiente y el extractivismo depredador, que apueste por una economía social, popular, feminista y comunitaria, basada en la justicia, la diversidad y la soberanía.

Esta unidad debe implicar no solo una reconciliación entre Evo y Andrónico, sino un proceso genuino de democratización interna que devuelva a las bases —a las organizaciones sociales y comunitarias— el derecho a elegir a sus candidatos y candidatas, incluido quien aspire a la presidencia. Solo así se podrá recuperar el horizonte transformador que hizo del proceso de cambio una esperanza continental.

Porque siempre estaremos del lado de los pueblos, de la descolonización, y de la construcción de una sociedad que supere al capitalismo y haga realidad un socialismo verdaderamente comunitario.