Por. Henry Pacheco. “Por grande que sea una nación, si ama la guerra perecerá; Por más pacífico que sea el mundo, si olvida la guerra estará en peligro.” “Cuando decimos sistema de guerra nos referimos a un sistema como el actual, que asume la guerra, aunque sea planificada y no combatida, como fundamento y culmen del orden político, es decir, de las relaciones entre los pueblos y entre los hombres. Un sistema donde la guerra no es un acontecimiento sino una institución, no es una crisis sino una función, no es una ruptura sino una piedra angular del sistema, una guerra siempre desaprobada y exorcizada, pero nunca abandonada como una posibilidad real.”
La llegada de Trump es apocalíptica en el sentido literal de la palabra: desecha lo que cubre, quita el velo, revela. La agitación convulsiva del magnate tiene el gran mérito de mostrar la naturaleza del capitalismo, la relación entre la guerra, la política y el beneficio, entre el capital y el Estado, habitualmente oculta por los mecanismos democráticos, los derechos humanos, los valores y la misión de la civilización occidental.
La misma hipocresía está en el centro de la narrativa construida para legitimar los 840.000 millones de euros de rearme que impone la Unión Europea mediante el uso del estado de excepción a los Estados miembros. Armarse no significa, “los valores que fundaron nuestra sociedad”; y han “garantizado a sus ciudadanos la paz, la solidaridad y, con el aliado estadounidense, la seguridad, la soberanía y la independencia duradera”; sino que significa salvar el capitalismo financiero.
No hay necesidad de grandes discursos ni análisis documentados para enmascarar la insuficiencia de estas narrativas. Bastó otra masacre de 400 civiles palestinos para exponer la verdad de la charla indecente sobre la singularidad y la supremacía moral y cultural de Occidente.
Trump no es un pacifista, simplemente reconoce la derrota estratégica de la OTAN en la guerra de Ucrania, mientras que las élites europeas rechazan la evidencia. Para estos últimos, “paz” significa volver al estado catastrófico al que han reducido sus naciones.
La guerra debe continuar porque para ellos, como para los demócratas y el Estado profundo estadounidense, es el medio para salir de la crisis iniciada en 2008, en un proceso similar a la gran crisis de 1929. Trump cree que puede resolver los problemas privilegiando la economía sin renunciar a la violencia, al chantaje, a la intimidación, a la guerra. Es muy probable que ni uno ni otro tengan éxito en su intento porque tienen un enorme problema: el capitalismo, en su forma financiera, está en profunda crisis y desde su mismo centro, EE.UU, llegan señales “dramáticas” para las élites que nos gobiernan. El capital, en lugar de converger hacia Estados Unidos, huye hacia Europa. Una gran noticia, síntoma de grandes rupturas impredecibles que corren el riesgo de ser catastróficas.
El capital financiero no produce bienes sino burbujas –que se inflan en Estados Unidos y estallan en detrimento del resto del mundo–, auténticas armas de destrucción masiva. Las finanzas estadounidenses absorben valor (capital) de todo el mundo, lo invierten en una burbuja que, tarde o temprano, estallará, obligando a las poblaciones del planeta a la austeridad, a los sacrificios para compensar sus fracasos: primero la burbuja de Internet, luego la burbuja sub-prime que provocó una de las mayores crisis financieras de la historia del capitalismo, abriendo las puertas a la guerra. También intentaron inflar la burbuja del capitalismo verde –que nunca despegó– y la burbuja incomparablemente mayor de las empresas de alta tecnología. Para tapar los agujeros de los desastres de la deuda privada vertidos sobre las deudas públicas, la Reserva Federal y el Banco Central Europeo inundaron los mercados de liquidez, que en lugar de “gotear” hacia la economía real, sirvió para alimentar la burbuja de alta tecnología y el desarrollo de fondos de inversión, como los llamados “Big Three”: Vanguard, BlackRock y State Street –un trío que representa el mayor monopolio de la historia del capitalismo, gestionando 50.000 billones de dólares, accionista de referencia en todas las empresas más importantes que cotizan en Bolsa. Ahora está burbuja también se está desinflando.
Ni siquiera reducir a la mitad la capitalización bursátil de la Bolsa de Wall Street nos acercaría al valor real, infinitamente inferior, de las empresas de alta tecnología, cuyas acciones han sido infladas por los fondos para mantener altos los dividendos para sus “ahorradores” –los demócratas, en realidad, también contaban con reemplazar la asistencia social con finanzas para todos, como antes habían elogiado la vivienda para todos los estadounidenses.
Ahora el tren de la salsa está llegando a su fin. La burbuja ha llegado a su límite y los valores están cayendo con el riesgo concreto de un colapso. Si a esto le sumamos la incertidumbre que las políticas de Trump –que representan unas finanzas que no son las de los fondos de inversión– están introduciendo en un sistema que los propios fondos habían conseguido estabilizar con la ayuda de los demócratas, podemos entender los temores de los “mercados”. El capitalismo occidental necesita otra burbuja porque funciona como una reproducción de lo mismo de siempre. El intento de Trump de reconstruir la industria manufacturera en Estados Unidos está condenado al fracaso.
La identidad perfecta de “producción” y destrucción
Europa, que gasta mucho más que Rusia en armas (el 55% del gasto mundial en armamento se atribuye a la OTAN, “sólo” el 5% a Rusia), ha decidido lanzar un importante plan de inversiones de 800.000 millones de euros para aumentar aún más el gasto militar.
En Europa todavía siguen activas redes políticas y económicas y centros de poder que remiten a la estrategia representada por Biden, derrotado en las últimas elecciones presidenciales. Por ello, Europa es el espacio propicio, hundida en la guerra, para construir una burbuja basada en armamentos que compense las crecientes dificultades de los “mercados” estadounidenses. Desde diciembre, las acciones de las empresas productoras de armas ya son objeto de especulación, subiendo cada vez más y actuando como refugio para el capital que considera demasiado arriesgada la situación en Estados Unidos. En el centro de la operación se encuentran fondos de inversión entre los mayores accionistas de las principales empresas armamentísticas. Tienen participaciones significativas en Boeing, Lockheed Martin y RTX e influyen en la gestión y las estrategias de estas empresas. Europa también es un actor del complejo militar-industrial: las acciones de Rheinmetall, la empresa alemana que fabrica el Leopard y es el mayor productor de municiones de Europa, han subido un 100% en los últimos meses, superando al mayor fabricante de automóviles del continente, Volkswagen, en términos de capitalización de mercado, la última señal del creciente apetito de los inversores por los valores relacionados con la defensa. Evidentemente, Rheinmetall tiene como principales accionistas a Blackrock, Société Générale, Vanguard, etc.
La Unión Europea quiere recaudar los ahorros continentales y canalizarlos hacia el armamento, con consecuencias catastróficas para el proletariado y una mayor división de la Unión. La carrera armamentista no puede funcionar como un “keynesianismo de guerra” porque las inversiones en armas ocurren en una economía financiarizada y ya no industrial. Construida con dinero público, proporcionará ganancias a una pequeña minoría de individuos privados, mientras empeorará las condiciones de la gran mayoría de la población.
La burbuja armamentística producirá inevitablemente los mismos efectos que la burbuja estadounidense de alta tecnología. Después de 2008, las sumas de dinero obtenidas para invertir en la burbuja tecnológica nunca “llegaron” al proletariado estadounidense. En cambio, han producido una desindustrialización cada vez más intensa, empleos no cualificados y precarios, salarios bajos, pobreza generalizada, la destrucción del poco bienestar heredado del New Deal y la consiguiente privatización de todos los servicios.
Esto es lo que, sin lugar a dudas, producirá la burbuja financiera en Europa. La financiarización conducirá no sólo a la destrucción completa del Estado de bienestar y a la privatización definitiva de los servicios, sino también a una mayor fragmentación política de lo que queda de la Unión Europea. Las deudas, contraídas por cada Estado por separado, deberán ser pagadas y producirán enormes diferencias entre los Estados europeos en su capacidad para saldarlas.
El verdadero peligro no es Rusia sino Alemania. El rearme de 500 mil millones –con otros 500 mil millones listos para infraestructuras– es un paso crucial en la construcción de la burbuja. La última vez que el país teutónico se rearmó, causó desastres mundiales: basta pensar en los 25 millones de muertos solo en la Rusia soviética, la Solución Final, etc. De ahí la famosa frase de François Mauriac: «Amo tanto a Alemania que prefiero dos de ellas». A la espera de los desarrollos ulteriores del nacionalismo y de la extrema derecha –que ya alcanza el 21%– que inevitablemente producirá el movimiento «Deutschland ist zurück», impondrá la hegemonía imperialista habitual a los demás países europeos. Los dirigentes alemanes abandonaron rápidamente el credo ordoliberal, que tenía un fundamento político, no económico, y abrazaron plenamente la financiarización angloamericana, fijándose el mismo objetivo: comandar y explotar a Europa. El Financial Times informa sobre una decisión tomada por Merz, un hombre de Blackrock, y el ministro de Hacienda Kukies, un hombre de Goldman Sachs, con el apoyo de los partidos de “izquierda” SPD y Die Linke, quienes, como sus predecesores en 1914, están asumiendo una vez más la responsabilidad de la carnicería futura.
Sólo el plan alemán parece tener credibilidad en el marco del proyecto europeo en su conjunto. En cuanto a los demás Estados, veremos quién tendrá el coraje de recortar aún más radicalmente las pensiones, la sanidad, la educación, etc., por una amenaza inventada.
Si el anterior imperialismo interno alemán se basaba en la austeridad, el mercantilismo exportador, la congelación de salarios y la destrucción del Estado del bienestar, el próximo se basará en la gestión de una economía de guerra europea, jerarquizada en los diferenciales de tipos de interés a pagar para reembolsar la deuda contraída.
Los países ya muy endeudados –Italia, Francia, etc.– tendrán que encontrar compradores para los bonos emitidos para pagar la deuda en un “mercado” europeo cada vez más competitivo. A los inversores les resultará conveniente comprar bonos alemanes, más precisamente los emitidos por las empresas armamentísticas que serán objeto de especulación al alza, y bonos gubernamentales europeos, que sin duda son más seguros y rentables que los de los países altamente endeudados. El famoso “spread” seguirá teniendo su importancia, como en 2011. Los miles de millones necesarios para financiar los mercados no estarán disponibles para el Estado del bienestar. El objetivo estratégico de todos los gobiernos y oligarquías de los últimos cincuenta años, es decir la destrucción y privatización del gasto social para la reproducción del proletariado, se logrará. Veintisiete egoísmos nacionales lucharán entre sí sin ningún interés.
La carrera armamentista va acompañada de una constante justificación de la guerra contra todos –es decir, Rusia, China, Corea del Norte, Irán, los BRICS– que no se puede abandonar y que corre el riesgo de concretarse porque esa delirante cantidad de armas debe, en cualquier caso, “ser consumida”.
Sólo los incautos pueden decir que están asombrados por lo que está sucediendo. Pero todo se repite en un contexto diferente, un capitalismo financiero y ya no industrial como en el siglo XX.
La guerra y los armamentos han estado en el centro de la economía y la política desde que el capitalismo se volvió imperialista. Y son también el corazón del proceso de reproducción del capital y del proletariado, en feroz competencia entre sí.
Partamos de la crisis de 1929, que tiene sus raíces en la Primera Guerra Mundial y en el intento de salir de ella con la activación del gasto público mediante la intervención estatal. en la década de 1930 el problema era el volumen del gasto público, que no podía contrarrestar las fuerzas depresivas de la economía privada monopolista:
Considerado como una operación de rescate para la economía estadounidense en su conjunto, el New Deal fue por tanto un fracaso manifiesto. Hay que recordar, que en el decenio de 1930-1940 “la gran crisis” nunca terminó.
Sólo se superará con la Segunda Guerra Mundial: «Luego vino la guerra, y con la guerra vino la salvación […] el gasto militar hizo lo que el gasto social no había logrado» porque el gasto público pasó de 17,5 a 103,1 mil millones de dólares.
Se demuestran que el gasto público no produjo los mismos resultados que el gasto militar porque estuvo limitado por un problema político que sigue siendo nuestro. ¿Por qué el New Deal y el gasto público resultante no lograron alcanzar un objetivo que “estaba a nuestro alcance, como lo demostró posteriormente la guerra”? Porque la lucha de clases estalló por la naturaleza y la composición del gasto público, es decir, por la reproducción del sistema y del proletariado.
Dada la estructura de poder del capitalismo monopolista estadounidense, el aumento del gasto civil casi había llegado a su límite. Las fuerzas que se oponían a una mayor expansión eran demasiado poderosas para ser vencidas.
El gasto social compitió con las empresas y las oligarquías o las perjudicó, quitándoles poder económico y político.
Como los intereses privados controlan el poder político, los límites del gasto público se establecen rígidamente sin ninguna consideración por las necesidades sociales, por vergonzosamente obvias que puedan ser.
Y estos límites se aplicaban también al gasto, a la sanidad y a la educación, que, en aquel momento, a diferencia de hoy, no estaban en competencia directa con los intereses privados de las oligarquías.
La carrera armamentista permite un aumento del gasto público por parte del Estado, sin que esto se transforme en un aumento de los salarios y del consumo por parte del proletariado. Entonces, ¿cómo invertir el dinero público, para evitar la depresión económica que trae consigo el monopolio, evitando el fortalecimiento del proletariado?
La disciplina fabril y la estabilidad política son más importantes para los capitalistas que las ganancias actuales.
El ciclo político del capital, que ahora sólo puede garantizarse mediante la intervención estatal, debe recurrir al gasto en armamento y al fascismo.
El problema político se manifiesta en “la dirección y los objetivos del gasto público”. La aversión a la «subvención al consumo de masas» está motivada por la destrucción que provoca «de los fundamentos de la ética capitalista “ganarás el pan con el sudor de tu frente” (a menos que vivas de las rentas del capital)».
¿Cómo podemos garantizar que el gasto público no se traduzca en aumento del empleo, del consumo y de los salarios y, por tanto, en fuerza política del proletariado? Las oligarquías resuelven el problema con el fascismo. De esta manera, la maquinaria estatal queda bajo el control del gran capital y de los dirigentes fascistas y “la concentración del gasto estatal en armamento”, mientras que “la disciplina fabril y la estabilidad política quedan garantizadas mediante la disolución de los sindicatos y los campos de concentración. La presión política sustituye aquí a la presión económica del paro”. De ahí el inmenso éxito de los nazis entre la mayoría de los liberales, tanto ingleses como estadounidenses.
El gasto en guerra y armas sigue siendo central para la política estadounidense incluso después del final de la Segunda Guerra Mundial, porque una estructura política sin una fuerza armada, es decir, sin un monopolio sobre su ejercicio, es inconcebible. El tamaño del aparato militar de una nación depende de su posición en la jerarquía mundial de la explotación.
Las naciones más importantes siempre necesitarán más, y el alcance de sus requerimientos (de fuerza armada) variará dependiendo de si hay o no una lucha intensa entre ellas por el primer lugar.
El gasto militar continúa creciendo en el seno del imperialismo:
La gran burguesía había dado su consentimiento al aumento radical del papel del Estado en la economía nacional, con la condición de que el aparato estatal fuera colocado bajo el control directo de su alianza con la dirección fascista.
El destino y contenido del gasto público estaba determinado por los armamentos. En los Treinta Años Gloriosos, al tener que abandonar el fascismo que aseguraba la dirección de los gastos públicos, los Estados y los capitalistas se vieron obligados a un compromiso político. Las relaciones de poder determinadas por el siglo de revoluciones obligan al Estado y a los capitalistas a hacer concesiones que, sin embargo, son compatibles con que las ganancias alcancen tasas de crecimiento hasta entonces desconocidas. Pero incluso este compromiso es demasiado porque, a pesar de los grandes beneficios, “los trabajadores se vuelven “recalcitrantes” en tal situación y los “capitanes de la industria” se muestran ansiosos de “darles una lección”
La contrarrevolución, iniciada a fines de la década de 1960, tendrá en su núcleo la destrucción del gasto social y el deseo feroz de orientar el gasto público hacia los intereses únicos y exclusivos de las oligarquías. El problema, , nunca ha sido el de una intervención genérica del Estado en la economía: la cuestión es cómo el Estado mismo fue investido por la lucha de clases y obligado a ceder a las reivindicaciones de las luchas obreras y proletarias.
En los tiempos de la Guerra Fría, sin la ayuda del fascismo, la explosión del gasto militar requiere una legitimación, asegurada por una propaganda capaz de evocar continuamente la amenaza de una guerra inminente, de un enemigo a las puertas dispuesto a destruir los valores occidentales: “Los creadores oficiales y no oficiales de la opinión pública tienen la respuesta preparada: Estados Unidos debe defender al mundo libre de la amenaza de la agresión soviética (o china)”.
Mientras que el gasto público masivo en educación y bienestar tiende a socavar la posición privilegiada de la oligarquía, el gasto militar hace lo contrario. La militarización favorece a todas las fuerzas reaccionarias (…) determina un respeto ciego a la autoridad; Se enseña e impone una conducta de conformidad y sumisión; y cualquier opinión contraria se considera antipatriótica o incluso traidora.
El capitalismo produce un sujeto que, precisamente por la forma política de su ciclo, es un sembrador de muerte y destrucción, más que un promotor de progreso.
Hay algo en los preparativos para la destrucción que induce a los hombres a gastar dinero de forma más irreflexiva que si se tratara de fines constructivos. La lucha de clases, que también afectó a esta realidad, puso de manifiesto una oposición radical entre la reproducción de la vida y la reproducción de su destrucción, que desde los años 30 no ha hecho más que profundizarse.
