Por: Luis Britto García
El 29 de octubre de 1618 el verdugo de la Torre de Londres afila su hacha y sir Walter Ralegh aguza su pluma, arma a la que su amigo o quizá alter ego William Shakespeare considera más poderosa que la espada. El hierro intenta tronchar una cabeza que ha vivido mil existencias; la pluma, inscribir una leyenda que dure mil vidas. Alguna vez sentenció que “tan solo la muerte puede hacer que el hombre se conozca de pronto a sí mismo”. ¿Pero quién es Ralegh? Cortesano, poeta, historiador, alquimista, seductor, favorito de la Reina Elizabeth, navegante, pirata, esteta. En su último momento preocupa al anciano la madrugada otoñal, que quizá dará a sus enemigos la satisfacción de pensar que tiembla de miedo y no de frío. Ha compuesto hasta el acicalamiento su atavío de enlutado terciopelo, los versos de su epitafio, la arenga donde se confiesa “hombre lleno de toda vanidad, y he vivido vida pecadora, en todas las profesiones pecadoras, habiendo sido soldado, capitán del mar y cortesano, puestos todos de maldad y vicios”. Alguna vez versificó burlonamente que la vida es un drama de pasión, la tumba un telón, la vida comedia, y solo la muerte seria. Prolijamente perfecciona ese último acto que definirá su personaje. En la carta a su esposa Elizabeth Trockmorton, cuyo amor le costó perder el favor de la reina Elizabeth y quizá un reino, concluye: I am but dust. No soy más que polvo.
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