Por: Miguel Posani
En el vasto territorio del conocimiento humano, estamos acostumbrados a descomponer las cosas para entenderlas. Un «automóvil» se explica por su motor, sus ruedas, su chasis y muchas otras características; una mesa puede ser explicada también, un plano generalmente cuadrado y horizontal de determinadas dimensiones que se sostiene sobre cuatro columnas; la «felicidad» se analiza a través de la neuroquímica, la psicología y las circunstancias sociales. Este es el reino de lo complejo. Pero, ¿qué ocurre cuando nos topamos con un concepto que no tiene partes? ¿Cuándo intentamos definir algo que es, en esencia, irreducible? El filósofo británico G. E. Moore, en su obra “Principia Ethica” (1903), se enfrentó a este mismo problema con el concepto de «bien». A través de su lógica, nos presentó la noción de las «cualidades absolutas simples», ideas como «bien» o «Dios» que no pueden ser definidas sin caer en una falacia, (que es un vicio o un error en el razonamiento que hace que una conclusión parezca válida o convincente), y que, sin embargo, es la base para comprender todo lo demás.
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